Historias y Testimonios
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El turno de la madrugada: lo que aprendí acompañando a don Elías a sus 92 años
A veces, los turnos más silenciosos dejan las huellas más profundas. Esta es la historia real de una enfermera que cuidó a don Elías durante las madrugadas y descubrió en el silencio una forma nueva de mirar la vida.

MAY
10
2025
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Nunca me voy a olvidar de don Elías. Tenía 92 años y una mirada tan serena que parecía haber hecho las paces con el mundo hacía tiempo. Yo lo conocí cuando me asignaron un turno nocturno en su casa. Su familia lo cuidaba durante el día, pero por las noches necesitaban alguien que velara por su descanso. Así llegué yo.
La primera noche fue tranquila. Me senté al lado de su cama, registré signos vitales, preparé su medicación, y apagué la luz. El resto del tiempo lo pasé en la cocina, escribiendo notas del turno anterior. A las 3:00 a. m., me llamó por su nombre. No para pedir nada, solo para preguntarme si estaba bien. "¿No te da miedo estar despierta mientras todos duermen?" me dijo. Me sonreí. Él también había sido cuidador, en otra vida.
Con don Elías aprendí que el silencio puede ser un gran maestro. A veces se despertaba solo para mirar por la ventana. Me contaba que le gustaba ver la luna cuando no podía dormir, porque le recordaba a su esposa, que murió hace veinte años. Yo simplemente me sentaba cerca, sin interrumpir. En esas noches, la escucha era mi única herramienta.
Había momentos en que su cuerpo le dolía más, y solo bastaba con un cambio de posición, una manta bien colocada o un té tibio para aliviarlo. Pero lo que realmente lo calmaba, lo supe después, era la sensación de no estar solo. Eso era lo que yo ofrecía sin darme cuenta.
Nunca me pidió lástima. De hecho, cuando tenía fuerza, me hacía preguntas sobre mi vida, sobre mi familia, mis planes. Tenía una curiosidad genuina por las personas. A veces, hasta me retaba con dulzura: "No te quedes tan quieta, que después te vas a poner como yo". Y se reía.
Trabajar con él cambió mi manera de ver el envejecimiento. No como una etapa triste, sino como una especie de retiro donde cada detalle —una conversación, una taza de agua, una mirada amable— cobra un valor inmenso. La lentitud no es pérdida, es profundidad.
Una madrugada, me pidió que le leyera un fragmento de un libro que tenía guardado. Era poesía. "No sé si me acuerdo todo", dijo. Pero al escucharlo recitar un verso en voz baja, supe que lo recordaba todo, incluso lo que ya no podía nombrar.
Don Elías falleció dos semanas después de que terminó mi ciclo de turnos. Su hija me llamó para avisarme. Me agradeció por estar. Lo único que pude decirle fue: "Gracias a ustedes por dejarme entrar". Y lo dije de corazón.
Esta historia no es solo mía. Es la historia de muchos cuidadores que, en las horas que nadie ve, están ahí. Sin aplausos, sin cámaras. Acompañando vidas enteras en sus últimos capítulos, sabiendo que cada gesto vale.
Porque cuidar no siempre es hacer. A veces, cuidar es simplemente estar.
La primera noche fue tranquila. Me senté al lado de su cama, registré signos vitales, preparé su medicación, y apagué la luz. El resto del tiempo lo pasé en la cocina, escribiendo notas del turno anterior. A las 3:00 a. m., me llamó por su nombre. No para pedir nada, solo para preguntarme si estaba bien. "¿No te da miedo estar despierta mientras todos duermen?" me dijo. Me sonreí. Él también había sido cuidador, en otra vida.
Con don Elías aprendí que el silencio puede ser un gran maestro. A veces se despertaba solo para mirar por la ventana. Me contaba que le gustaba ver la luna cuando no podía dormir, porque le recordaba a su esposa, que murió hace veinte años. Yo simplemente me sentaba cerca, sin interrumpir. En esas noches, la escucha era mi única herramienta.
Había momentos en que su cuerpo le dolía más, y solo bastaba con un cambio de posición, una manta bien colocada o un té tibio para aliviarlo. Pero lo que realmente lo calmaba, lo supe después, era la sensación de no estar solo. Eso era lo que yo ofrecía sin darme cuenta.
Nunca me pidió lástima. De hecho, cuando tenía fuerza, me hacía preguntas sobre mi vida, sobre mi familia, mis planes. Tenía una curiosidad genuina por las personas. A veces, hasta me retaba con dulzura: "No te quedes tan quieta, que después te vas a poner como yo". Y se reía.
Trabajar con él cambió mi manera de ver el envejecimiento. No como una etapa triste, sino como una especie de retiro donde cada detalle —una conversación, una taza de agua, una mirada amable— cobra un valor inmenso. La lentitud no es pérdida, es profundidad.
Una madrugada, me pidió que le leyera un fragmento de un libro que tenía guardado. Era poesía. "No sé si me acuerdo todo", dijo. Pero al escucharlo recitar un verso en voz baja, supe que lo recordaba todo, incluso lo que ya no podía nombrar.
Don Elías falleció dos semanas después de que terminó mi ciclo de turnos. Su hija me llamó para avisarme. Me agradeció por estar. Lo único que pude decirle fue: "Gracias a ustedes por dejarme entrar". Y lo dije de corazón.
Esta historia no es solo mía. Es la historia de muchos cuidadores que, en las horas que nadie ve, están ahí. Sin aplausos, sin cámaras. Acompañando vidas enteras en sus últimos capítulos, sabiendo que cada gesto vale.
Porque cuidar no siempre es hacer. A veces, cuidar es simplemente estar.

Luciano Vento
Se desempeña como sourcing agent de LURON ASIA TRADE, visitando fábricas y nuevos productos.
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